jueves, 8 de julio de 2010

XX Encuentro Ecuménico en Guadarrama

Vocación. ¿A la unidad estamos llamados por vocación o por urgencia? Hemos escuchado muchas veces la sentencia de: ‘divide y vencerás’. Es posible que todos hayamos experimentado en nuestra propia familia o círculo más cercano las tristes consecuencias de la división: hermanos divididos, matrimonios rotos, familias enfrentadas… Los motivos, en la mayoría de las ocasiones, nos pueden sonrojar, pues descubrimos que en muchos casos las causasson nimias frente a las consecuencias fatalesde la división. Muchas veces el origen de la ruptura puede llegar a ser hasta un mal entendido. Para restaurar el bienestar familiar necesitamos:

- primero, querer dar solución a una situación que nos causa dolor

- segundo, un gran acto de humildad para examinar los hechos y reconocer los errores

- tercero, un acto de caridad para no anteponer las razones, muchas veces heridas por el pecado de soberbia.

Si la unidad es voluntad del Dios (Jn 17, 21) que nos llama y nos destina a dar fruto partamos de algún texto de la Escritura que nos ilumine y guíe en el camino.
Recorrido bíblico:

*** División del reino Davídico: 1 Re 12, 1-24. Vv. 23-24: ‘Di a Roboam, hijo de Salomón y rey de Judá, a todas las familias de Judá y Benjamín, y al resto del pueblo, que les ordeno que no luchen contra sus hermanos israelitas. Que se vuelvan todos a sus casas, porque así lo he dispuesto’.


*** Caín y Abel: Gn 4, 1-12. V. 9: ‘Entonces el Señor preguntó a Caín: ¿Dónde está tu hermano Abel?. Caín contestó: no lo sé. ¿Acaso es mi obligación cuidar de él?.


*** Quién no está contra nosotros, está a nuestro favor: Mc 9, 38-41

Números 11, 25-29

Dios derrama el espíritu sobre los setenta ancianos. Pero el espíritu, inexplicablemente y contra todas las reglas, se posa también sobre dos hombres que han permanecido en el campamento y que han faltado culpablemente a la cita en la tienda. Y éstos se ponen a profetizar.

Hay alguien que inmediatamente corre a denunciar el escándalo. Y, en ese momento, comienzan las coincidencias.

- Josué protesta, dirigiéndose a Moisés: Señor mío, prohíbeselo.

- Juan incluso pone al Maestro frente al hecho consumado: se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros.

- Y he ahí la estupenda respuesta de Moisés: ¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!

- Y la réplica de Cristo: No se lo impidáis… El que no está contra nosotros está a favor nuestro.

En los dos episodios se pone en evidencia una mentalidad sectaria que es un pecado contra el espíritu.

Ante la mezquindad de los apóstoles, su visión exclusiva y excluyente, surge la mentalidad amplia, tolerante y el espíritu abierto de Jesús. Dice muy bien R. Fabris: ‘Frente a la respuesta de Jesús, la comunidad aparece intolerante y sectaria, más preocupada por la expansión y el éxito del grupo que por la realidad en juego.Una cierta simpatía y confianza en el nombre de Jesús, si bien usado simplemente en una fórmula de conjuro por un exorcista judío, es un indicio y un primer acercamiento a la comunión salvífica con Jesús. La tolerancia y el ecumenismo de Jesús constituyen unas premisas para liberar a la primera comunidad del sectarismo mezquino e introvertido’.

En el texto anterior de Mc 9, 33-37 Jesús marca claramente que no deben preocuparse por aparecer grandes individualmente y en lo siguiente les recuerda que tampoco han de atribuirse excesiva importancia ni siquiera como grupo vinculado a él.

Dios da con largueza, su Espíritu actúa imprevisiblemente en territorios sin fronteras. En vez de admirarnos, descalificamos a aquellos que no tienen el carnet oficial del sindicato. Es una actitud de querer aprisionar y domesticar al Espíritu, para que diga y haga lo que queremos.

La sanación de estas actitudes sería vivir en actitud de acogida, de escucha y de diálogo fraterno abierto a la acción. No se trata de acoger al otro ‘entre los nuestros’, sino de aceptarlo en su diversidad, en los valores de los que es portador. Reconocerle pleno derecho de ciudadanía en territorio cristiano, aunque no frecuente nuestra tienda, exprese unas ideas distintas a las nuestras, haga opciones que no entran en nuestros esquemas.


*** La división no es y no puede ser voluntad de Dios, [por un motivo teológico fundamentalmente:

- [Dios es Trino y esto nos lleva a proclamar que Dios es Amor. En el amor hay siempre tres protagonistas: El que ama (Padre), el que es amado (Hijo) y el Amor que une (Espíritu). Es en el nombre de Dios Amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en quien todos hemos sido bautizados, para formar un solo cuerpo. Dios siendo Tres a la vez es uno y, esto es así, pues Dios siendo uno solo no es solitario, sino que forma comunidad. Participar de Dios nos lleva, asimismo a vivir en la distinción formando un solo cuerpo.]‘Todos nosotros… hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo’ (1 Co 12, 13). El versículo tiene tres partes que no podemos pasar por alto:

- ¿A quien se dirige?. ‘Todos nosotros’. No deja lugar a la exclusión: ortodoxos, protestantes, católicos, anglicanos…

- Condición requerida: ‘haber sido bautizados en un mismo Espíritu’. El único Bautismo genera un vincula sacramental de unidad que nos mueve a reconocernos como hermanos.

- Motivación-resultado: ‘Para formar un solo cuerpo’. La meta es clara, formar un solo cuerpo que de armonía y equilibrio al desarrollo del mismo.

Unidad y distinción, que no unidad y división. Por eso, la verdadera unidad no pasa por el uniformismo, sino más bien por la diversidad de carismas en la unidad del Espíritu. ‘Disponernos al sacrificio de la unidad significa cambiar nuestra mirada, dilatar nuestro horizonte, saber reconocer la obra del Espíritu Santo que actúa en nuestros hermanos, descubrir nuevas formas de santidad, abrirnos a aspectos inéditos del compromiso cristiano.


Trinidad. Vocación a la diversidad en la unidad

La unidad que Cristo quiso para sus discípulos es participación en la unidad que él mantiene con el Padre y que el Padre mantiene con él: ‘Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros’ (Jn 17, 21). Por consiguiente, la Iglesia, ‘Pueblo unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (San Cipriano, De dominica oratione, n. 23), no puede dejar de mirar al supremo modelo y principio de unidad que resplandece en el misterio trinitario. Padre e Hijo y Espíritu Santo constituyen una cosa sola en la distinción de personas’. (Juan Pablo II, San Pablo Extramuros 18-1-2000). La vocación como cristianos no puede ser otra que cumplir con aquella que es voluntad del mismo Cristo y deseo de toda la Trinidad: ‘Te pido que todos vivan unidos. Como Tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros’ (Jn 17, 21).

La Trinidad ha de ser el modelo y el espejo donde nos hemos de mirar para establecer la unidad como vocación.Los cristianos creemos que Dios es Trino, porque Dios es amor y es claro que si es amor debe amar a alguien. Pero, ¿a quién ama Dios para ser definido como amor?. No podemos decir que se ame a sí mismo, porque amarse a sí mismo no es amor sino egoísmo o como dicen los psicólogos narcisismo. Por eso, la Trinidad nos da la pista, para entender que Dios es Uno pero no solitario, sino que forma una comunidad de tres personas distintas en las que se expresa el Amor de ese Dios Uno y Único. La Trinidad nos habla de un verdadero amor en la diversidad de personas. Y, ¿no es así como se desarrolla el amor humano?

En la realidad delamor hay siempre tres protagonistas: uno que ama, uno que es amado y el amor que les une. Por eso, si Dios es amor no puede haber un Dios solitario. Nosotros creemos en un Dios único pero no solitario. Los cristianos ‘adoramos tres personas distintas, de única naturaleza e iguales en su dignidad’. Podemos relacionar perfectamente el binomio TRINIDAD-UNIDAD--IGUALDAD-DIVERSIDAD.

[Este misterio ilumina perfectamente la dimensión vocacional de la unidad. Ante los argumentos materialistas de aquellos que opinan que Dios ya no es necesario en nuestra sociedad madura, desarrollada y plural en formas, opino que hoy más que nunca necesitamos la gracia de este Dios Uno y Trino para que nos ayude a iluminar nuestros gestos, nuestras relaciones…, descubriendo que es posible la Unidad en la diversidad.]

Icono Ruso de Nicola Rublev: Abrahám recibe a tres misteriosos personajes (Gn 18, 1-15). El santo para cuyo monasterio fue pintado el icono, san Sergio, se había distinguido en la historia rusa por haber conseguido la unidad entre los dirigentes en discordia y así haber hecho posible la liberación de Rusia de los Tártaros que la habían invadido. Su lema era: ‘Contemplando a la Santísima Trinidad, vencer la odiosa división de este mundo’.


Algo de Historia: Vaticano II, pasaje al ecumenismo para la Iglesia católica y su carta de navegación ‘Unitatis redintegratio’

El Vaticano II fijó como uno de sus objetivos prioritarios la restauración de la unidad de todos los cristianos. Jesucristo, en efecto, quiso solamente ‘una’ Iglesia; y en el Credo, todas las Iglesias y comunidades eclesiales confiesan ‘una santa Iglesia’[Documento: ‘Confesar la Fe Común’. Explicación ecuménica de la Fe Apostólica según es confesada en el Credo Niceno-Constantinopolitano. Documento de Fe y Constitución 1991]. Por consiguiente, creer en Jesucristo significa eso: querer la unidad.

La vocación a la unidad ha de expresar la misma voluntad de Cristo para con su Iglesia. El ecumenismo no es una cuestión de moda, de necesidad, de urgencia…, sino hemos de insertarlo en la más profunda esencia y vocación de la Iglesia.

Desde mi condición católica debo hacer mención al evento que nos introdujo como Iglesia en el movimiento ya experimentado del ecumenismo. La celebración del concilio Vaticano II supuso la incorporación de la Iglesia católica al movimiento ecuménico con plena conciencia. Siendo la última Iglesia en subir al tren del ecumenismo en el siglo XX, este hecho no se produjo sin que le precedieran arduos esfuerzos, inquietudes, retrocesos y vacilaciones. Con lo ocurrido en el concilio, los cambios fueron sustanciales en la Iglesia católica, por cuanto su entrada oficial en el ecumenismo significó una nueva teología, una nueva eclesiología y, en general, cambios muy significativos.

El pontificado de Juan XXIII revolucionó la postura de la Iglesia católica frente al movimiento ecuménico. En su etapa anterior había pasado largos años en la ortodoxa Bulgaria como delegado apostólico y después en Estambul, en un ambiente musulmán, para proseguir en Grecia, uno de los países ortodoxos más orgullosos de su confesión.

- Anunció la convocación del concilio el 25 de enero de 1959, en san Pablo extramuros, fiesta de la conversión de san Pablo, justamente el día que culmina la ‘semana de oración por la unidad de los cristianos’.

- En la fiesta de Pentecostés de 1960, instituyó el Secretariado para la promoción de la Unidad de los cristianos (actualmente Consejo Pontificio para la promoción de la Unidad de los cristianos). Al frente estuvo el cardenal Agustín Bea y el futuro cardenal Johannes Willebrands. Cargó con la tarea de preparar los textos de tema ecuménico y eclesiológico. Pero no sólo se ocupó de cuestiones teológicas, sino también de todas las acciones diplomáticas necesarias para invitar y explicar el modo de participación a los observadores no católicos del concilio.

La finalidad actual es: ‘dedicarse, mediante iniciativas y actividades oportunas, al compromiso ecuménico, para reconstruir la unidad entre los cristianos’.

- En la primera sesión se contó con la presencia de 54 observadores, pero este número se fue incrementando. En el segundo período eran 68; en el tercero eran 82 y en la cuarta sesión sumaban 106 miembros. En el conjunto de todo el concilio se acercaron a 200 observadores no católicos que tomaron parte en él. La presencia de estos observadores no fue pasiva, influyeron en la redacción definitiva de diversos textos conciliares.

· LG 15, desarrolla una eclesiología del Pueblo de Dios que abre una perspectiva de unidad con las Iglesias no todavía en plena comunión.

· La DV expone la relación existente entre Sagrada Escritura y Tradición como dos formas de transmisión de la misma revelación, y subraya la prioridad de la Sagrada Escritura.

· El Decreto Orientalium Ecclesiarum, reconoce el valor específico de la tradición oriental.

· En la Declaración Dignitatis Humanae se expresa que la persona humana tiene el derecho a la libertad religiosa.

· La Declaración Nostra Aetate, mucha importancia en la relación con las religiones no cristianas.

· La Constitución Sacrosanctum Concilium, con las reformas introducidas como la inclusión de la lengua vernácula, así como haber acentuado la importancia de la predicación.

Una vez comenzado el concilio el Secretariado había cumplido su misión, pero el Papa Juan XXIII el 19 de octubre de 1962 lo elevó al rango de Comisión.

En el Concilio comenzó algo nuevo: no una Iglesia nueva, sino una Iglesia renovada. El Papa Juan XXIII dio el impulso inicial. El Decreto UnitatisRedintegratio, abandonó por fin una visión restringida de la Iglesia de la Contrarreforma y postridentina, y se promovió, no un modernismo, sino una vuelta a la tradición bíblica, patrística y medieval, que permitió una comprensión nueva y más nítida de la naturaleza de la Iglesia.


El documento ‘UnitatisRedintegratio’ fue aprobado en categoría de Decreto el 21 de Noviembre de 1964 (con 2156 votos a favor y 11 en contra). Algunos han intentado disminuir su carácter teológicamente vinculante, argumentando su grado secundario por ser un decreto y no una constitución dogmática. Al respecto, el cardenal Kasper declara: Minusvalorar el decreto UR, a cuarenta años de su promulgación, sería ponerse por encima de un Concilio ecuménico, por encima del magisterio auténtico de la Iglesia, por encima de la vida de la Iglesia; equivaldría a resistirse al Espíritu mismo’. El concilio vio en el movimiento ecuménico un signo de la acción del Espíritu Santo.


La sola promulgación de Unitatis Redintegratio ha generado dos cambios radicales en el mundo católico:

- Se derogan directivas contenidas en documentos y declaraciones tales como la Carta encíclica ‘Mortaliumanimos’ del Papa Pío XI (1928) o la instrucción ‘EcclesiaCatholica’ emanada por la Sagrada Congregación para la doctrina de la fe en 1949, al año siguiente de la creación del CEI (CMI), que afirmaba el interés de la Iglesia católica en el objetivo del movimiento ecuménico, pero no consideraba oportuna la participación de la iglesia o de los católicos en reuniones de este tipo.

- Se fijan los parámetros para la participación de los católicos en el Movimiento Ecuménico. El decreto es un documento abierto. Las modalidades y aplicaciones prácticas se establecerán en el Directorio.


A partir de aquel momento, la Iglesia católica se ha sumado de forma activa a eventos, como el que se ha celebrado hace un mes en Edimburgo, se han creado comisiones de estudio, se ha promovido una teología con dimensión ecuménica de encuentro y asignatura, manuales específicos del tema, son muchas las diócesis que cuentan ya con un delegado diferenciado… El ecumenismo, actualmente, no es cosa de unos iluminados sino que forma parte del sentir y de las prioridades de la Iglesia; ahora bien, es innegable después de casi 50 años desde el Vaticano II y 100 desde Edimburgo 1910 que todavía está presente la falta de voluntad, la prevención, el miedo, la ignorancia, la ausencia de encuentro fraterno por parte de algunos, que deberían fomentar y provocar la unidad.


Vocación: don antes que tarea

Vivir la unidad como vocación nos lleva a vivirla como una realidad que está por encima de nosotros en cuanto que es voluntad de Aquel que llama y envía: ‘Vosotros no me escogisteis a mí, sino que yo os he escogido a vosotros y os he encargado que vayáis y deis mucho fruto, y que ese fruto permanezca. Así el Padre os dará todo lo que le pidáis en mi nombre. Esto es, pues, lo que os mando que os améis unos a otros’ (Jn 15, 16).

Plantearnos la unidad desde una dimensión vocación nos lleva a realizar un acto de humildad frente a la voluntad de Dios, que es quien ha determinado que sea así y no de otra manera. La unidad, por tanto, es una característica sobrenatural, que no depende, aun cuando lo requiera, de nuestro trabajo o virtud, sino del fruto de la gracia de Dios, querido y pretendido por Dios en su plan de salvación. La unidad como nota fundacional de la Iglesia no depende de acuerdos humanos susceptibles de modificación, estrategias pastorales, consensos revisables… la unidad como gracia nos precede y no puede ser fruto tan sólo de nuestras obras, muchas veces interesadas. Ahora bien, la unidad como gracia, requiere y exige que en el devenir histórico nuestras relaciones fraternas reflejen esa voluntad fundacional de unidad querida por el único Dios.

Esto nos adentra en una cuestión fundamental: en la historia de la salvación y en su presencia histórico-actual de la Iglesia debemos distinguir dos elementos:

- La acción de Dios, permanente y actual, presencia desde el Misterio. Dios es quien ha determinado los fundamentos básicos de su Iglesia: Una, Santa, Católica y Apostólica.

- La parte histórica, mudable y provisional. La unidad como vocación nos ha de llevar a reflejar en la parte histórica, mudable y provisional, aquellos elementos que no son históricos, sino sobrenaturales, no son mudables, sino inmutables, no son provisionales sino definitivos, no son accidentales sino esenciales.

Todos aceptamos y creemos que en la voluntad de Cristo no fue la de fundar varias iglesias que tuvieran en común tan sólo algunos elementos. Él no envió a su Iglesia a predicar varios Evangelios, por eso, se hace necesario aceptar que todos estamos llamados a vivir la unidad en Cristo y en su Iglesia, aun cuando esta Unidad, querida por Dios, se visibilice en varias Iglesias o comunidades eclesiales. La unidad como vocación nos plantea otra cuestión importante: ¿cómo vivir la unidad con los demás sin perder la identidad particular? ¿El Ecumenismo no nos amenaza con diluirnos en el anonimato? ¿Iglesia universal o iglesia particular o local? ¿Qué ocurre con los grupos que por miedo a perder la identidad no se suben al vagón del ecumenismo?


Unidad en la identidad particular de cada uno

En torno al Vaticano II, años 70 y 80, hubo una fase bastante eufórica del movimiento ecuménico, pero en los últimos años se han detectado signos evidentes de cansancio y de estancamiento. Una de las razones aducidas a dicha valoración es, en palabras del cardenal Kasper que, ‘en la medida en que los cristianos de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales se han acercado más unos a otros, toman más dolorosamente conciencia de la división que todavía existe y de las dificultades que todavía han de superar, y mayor es su sufrimiento por no poder sentarse juntos a la mesa del Señor. De este modo cabe encontrar en esa frustración un cierto sentido positivo’.

Ante este evidente cansancio por parte de algunos y de algunas iglesias, nos preguntamos, ¿por qué el movimiento ecuménico ha perdido el paso? ¿A qué se deben esos signos de cansancio? Quizás a un mes de la celebración de Edimburgo deberíamos plantear este tema como un camino común a recorrer más que un análisis de las evidentes dificultades. Es cierto, y lo que pretendo es que estas reflexiones se tiñan de la esperanza que nos ha de empujar a seguir caminando juntos, con el deseo de encontrarnos en el camino y compartir nuestros dones y tesoros. Pero, precisamente por este deseo debemos mostrar las posibles heridas o dolores que nos impiden unirnos con mayor fraternidad y libertad.

El cansancio puede estar motivado por múltiples causas, pero una de ellas afecta al ser eclesial de cada grupo, es decir, a la identidad. En un mundo significado por la globalización: moneda única, modas mundiales, acceso directo a la información más lejana, vías de comunicación… en esta situación social muchos se preguntan: ¿quiénes somos? ¿quién soy? Nadie quiere desaparecer en una masa anónima, sin rostro; la cuestión de la identidad no sólo afecta a individuos, sino también a culturas, grupos étnicos y religiones.

La cuestión de la identidad confesional nos compromete a ahondar en la fe y verdad de cada grupo, para que el diálogo ecuménico sea precisamente un compartir lo que cada uno es, evitando concesiones o un relativismo que tan solo estaría movido por una voluntad de acercamiento en sentimientos despreciando la tradición de cada confesión.

Ese malentendido y un ecumenismo descontrolado surgido de él han dado lugar a comprensibles reservas frente al diálogo ecuménico y, a veces, incluso a posturas fundamentalistas. Entendida correctamente, la interrogación acerca de la propia identidad es fundamental y constitutiva no solo de cada individuo, sino también de la Iglesia y del diálogo ecuménico. Sólo interlocutores con una clara identidad pueden entablar un diálogo, sin miedo a perder su identidad en el curso del diálogo.

En Edimburgo 2010 hubo una intervención del Rev. Juan Abelardo Schvindt, de la Iglesia Evangélica del Río de la Plata, que vale la pena reseñar. Dijo que uno de los mayores desafíos con los que actualmente nos encontramos es la necesidad de ‘reconstruir la confianza’ entre los actores ecuménicos a fin de elaborar un programa renovado. La vitalidad del movimiento ecuménico de los años 70 y 80 padeció las mismas presiones de la tendencia a mirar sólo hacia dentro en las Iglesias. ‘Lo que se trata no es de suprimir las propias identidades de las Iglesias, sino de encontrar un espacio de convergencia en el que todos puedan cooperar y expresar su unidad de forma visible’.

En esta misma línea se movió la declaración del Rev. Samuel AyeteNyampong, de la Iglesia Presbiteriana de Ghana, que afirmó que es el fuerte denominacionismo el mayor desafío para el movimiento ecuménico, por lo que la tendencia a vernos a nosotros mismos como diferentes de los demás nos divide. Tenemos que crear vínculos ecuménicos más fuertes para que podamos sacrificar nuestros interés egoísta y reunir recursos e ideas juntos; deberíamos vernos a nosotros mismos como pertenecientes a una sola comunidad en Cristo’.

Cuando hacemos excesivo hincapié en la propia denominación y articulamos nuestro esfuerzo y teología para defender nuestras verdades confesionales, surgen actitudes de rechazo, de sospecha, de duda… ecumenismo de trinchera.

Es curioso que cuando hablamos de reconciliación entre individuos o grupos en nombre de la fe, a veces sentimos un cierto miedo de que ello conduzca a una uniformidad que afectaría la especificidad de cada parte. ¿Acaso no perderemos lo que hay de más auténtico en nuestro propio camino? Y más aún, ¿acaso la parte más fuerte no intentará engullir a las demás imponiendo el modo de ver las cosas?

Tales prejuicios, posibles y reales en algún ambiente y mentalidad eclesial, desconocen las visión de la unidad propia de la mentalidad bíblica. En las realidades temporales partimos de la autonomía de los individuos o grupos y, sólo después, una vez establecida la autonomía, buscamos cómo establecer relaciones entre esas realidades diversas. Apliquémoslo a cualquier realidad humana: dos personas cuando se conocen parten de lo que cada una es –yo soy fulano y yo soy mengana-, en el ámbito laboral de negocios –somos tal empresa y ofrecemos o necesitamos tal cosa, frente a los demás-, en cualquier realidad humana, del tipo que sea, iniciamos las relaciones estableciendo nuestra identidad y dejando clara nuestra autonomía.

En la Biblia, por el contrario y a la inversa, lo fundamental y primero es la relación. Las partes encuentran su identidad y su existencia a través de los lazos que las unen entre sí. Si Dios es Padre e Hijo en la unidad de un mismo Soplo, se deduce que cada persona de la Trinidad subsiste sólo respecto a las demás. Si Dios es Creador significa que el universo sólo existe en cuanto que él depende de su Origen. Si Israel –y después la Iglesia- se define como pueblo de Dios, su identidad está determinada por la llamada divina y su respuesta humana.

De ahí que, la unidad no se realiza a expensas de la identidad de cada elemento. Al contrario, concede a cada uno lo que debe ser. Es lo que Pablo intenta explicar empleando la imagen del cuerpo: ‘Así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros y no todos los miembros tienen una misma función, así también nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo al quedar unidos a Cristo… y tenemos dones diferentes según la gracia que Dios nos ha confiado’ (Rom 12, 4-6).

Este planteamiento nos lleva a descubrir que la reconciliación con Dios y con los demás no se puede comprender como un acercamiento entre seres originalmente independientes. Según los primeros capítulos de la Biblia, el hombre, creado a imagen de Dios y, por ello, implícitamente su hijo (Gn 5, 3), elabora el proyecto de ser ‘como Dios’ estando al mismo tiempo separado de él. Tal autonomía ilusoria sólo conduce a la ruina y lleva a una ruptura con sus semejantes. Si Dios no se resigna a esa situación, sino que envía a su Hijo para reconciliarse con el mundo (2Cor 5, 18-19), es para restaurar la condición verdadera de los seres humanos, ayudarles a que lleguen a ser lo que son en él desde toda la eternidad. Cada elemento diversificado reencuentra su sentido auténtico recuperando su justo lugar en el seno de un universo reconciliado.

¿Cuál será el camino de la unidad? ¿Cuál es la unidad deseada por Cristo? ¿Podremos alcanzarla haciendo cada uno hincapié en nuestra denominación? ¿Qué es más importante la autonomía o la relación? ¿Es posible una unidad visible en la que cada uno mantenga su propia identidad? ¿Podemos alcanzar la unidad prescindiendo de nuestras identidades teológicas y eclesiales?

La declaración de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, ‘Dominus Iesus’, abordó la cuestión de la identidad y recordó algunos de los fundamentales principios católicos del ecumenismo. Correctamente interpretado, el contenido de ese texto está en consonancia, con el Vaticano II. Sin embargo, su estilo abstracto y compacto provocó muchas dudas sobre la seriedad del empeño ecuménico de la Iglesia católica. Causó bastantes dificultades la siguiente frase del documento: ‘Por el contrario, las comunidades eclesiales que no han mantenido el episcopado válido y la realidad originaria y plena del misterio eucarístico no son Iglesias propiamente dichas’. Sin duda, con palabras del cardenal Kasper, ‘habría sido posible expresarlo con mayor sensibilidad. Sin embargo quienes están informados saben muy bien que las comunidades protestantes no quieren ser ‘Iglesia’ en el sentido en el que la Iglesia católica se entiende a sí misma’.

Las evidentes diferencias en nuestras identidades confesionales no son razón para claudicar en el camino de la unidad. No olvidemos que la Unidad es propia de Dios, en su ser más íntimo, y la división es la esencia y estrategia de aquel que odia a Dios, por eso, reconocer que existen diferencias no significa en modo alguno el final del diálogo y la renuncia a hacer el camino juntos. Sabemos que el ecumenismo sólo puede practicarse en un clima de amor y verdad, en donde las identidades estén claras, y exista una sincera voluntad de contribuir para que el deseo de Cristo, ‘que todos sean UNO’, se lleve a cabo.

En sintonía con la identidad de cada uno y de cada iglesia, el famoso teólogo de Tubinga, Johann Adam Möhler, decía que: ‘En la vida de la Iglesia se pueden dar dos extremos, y los dos se llaman egoísmo. Son los siguientes: cuando ‘cada uno’, o cuando ‘uno’ quiere serlo todo. Cuando ‘uno’ quiere serlo todo el vínculo de unidad es tan estrecho y el amor tan cálido, que no es posible no asfixiarse. Cuando ‘cada uno’ quiere serlo todo, todo se desmorona y todo está tan frío, que el hombre muere por congelación. Un egoísmo genera el otro. Todo sólo pueden serlo todos, y la unidad de todos sólo puede ser una totalidad. Tal es la concepción de la Iglesia católica’.


Unidad en lo universal católico

Estas palabras de Adam Möhler, nos abren a la catolicidad, como nota de la una y única Iglesia de Jesucristo, y nos mueven a desear una Iglesia en la que las diversas funciones y carismas de algunos cooperen y actúen abiertamente y de común acuerdo para el bien de todos; en la que, por ejemplo, el magisterio desempeñe su imprescindible e insustituible función, pero en la que tampoco se deje de lado el sentido de la fe y el consenso de los fieles… un camino en el que la identidad de la Iglesia de Cristo esté por encima de las identidades locales o históricas de la Iglesia, donde lo católico está por encima de lo particular-local, donde la meta esté en subrayar lo sustantivo y no lo adjetivo.

Esto parece un ideal utópico, inalcanzable, una meta tan idealista que nos puede desmoralizar en el intento, pero no perdamos de vista que ese ideal responde a la voluntad de Jesús y a la expresión de la vida íntima de Dios, por ello, la unidad a la que tendemos no ha de ser fruto del esfuerzo humano, aunque cuente con él, o el resultado favorable de una estrategia bien llevada. Restablecer la unidad es más que un intercambio de ideas, más que una empresa académica: es un intercambio de dones, que son bien patrimonial de toda la Iglesia de Jesucristo. Por eso, la plena unidad y la verdadera catolicidad, en el sentido originario de la palabra, van juntas. La unidad y el intercambio de dones no tienen como meta la uniformidad, sino una unidad en la diversidad y diversidad en la unidad.

[‘Además de los elementos o bienes que conjuntamente edifican y dan vida a la propia Iglesia pueden encontrarse algunos, más aún, muchísimos y muy valiosos, fuera del recinto visible de la Iglesia católica: la Palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad y otros dones interiores del Espíritu Santo y los elementos visibles: todas estas realidades que provienen de Cristo y a El conducen, pertenecen por derecho a la única Iglesia de Cristo’ (UR 3)]. Es precioso y estimulante reconocer que ‘fuera de nuestras realidades eclesiales visibles podemos encontrar muchos elementos de santificación y verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, empujan hacia la unidad católica’ (LG 8; UUS 10). ‘Por tanto, las mismas Iglesias y Comunidades separadas, aunque creemos que padecen deficiencias, de ninguna manera carecen de significación y peso en el misterio de la salvación. Porque el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que fue confiada a la Iglesia católica’ (UR 3). ---------------------------- UUS 10-14

Reconocer esto y aceptar la riqueza fuera de nuestro particular patrimonio espiritual nos ayuda, sin caer en un irenismo, que resta importancia a las diferencias o las considera irrelevantes, a construir no desde lo que nos separa, sino desde lo que nos es común. Nos pone en camino a reconocer a los otros como hermanos y hermanas en la fe común. No es la meta minimizar las diferencias, sino integrarlas correctamente y eliminar las unilateralidades, tratando de integrar en la propia posición lo justificado que hay en la otra posición. Hablando en imagen: los puentes entre las confesiones han quedado destruidos en gran manera; pero los pilares sobre los que se puede edificar y construir para aproximarse mutuamente siguen estando en pie. Por ahí es por donde hay que comenzar.

El ser ecuménico es un elemento esencial e indispensable del ser católico (como nota esencial de la Iglesia). Sucede lo siguiente: cuanto más católico es uno, será tanto más ecuménico. Pero también: cuanto más ecuménico sea uno, tanto más católico será. La catolicidad significa ‘plenitud’ en el sentido en que Pablo ve la unidad de la Iglesia como unidad en la plenitud de diferentes dones del Espíritu. Así que la unidad de la Iglesia puede ser únicamente una unidad en la diversidad y una diversidad en la unidad.

Esta afirmación se justifica en la maravillosa unidad intratrinitaria: unidad en la diversidad. Así, hemos de estar honradamente no sólo en y a favor de nuestra confesión común de fe en Jesucristo, sino también a favor de lo que respecta a nuestras diferencias en la fe. Sobre la base común, hemos de darnos mutuamente testimonio de nuestra fe católica, protestante u ortodoxa. Por consiguiente, no se trata de una igualación ecuménica. Sobre la base de lo común debemos y podemos ser una bendición los unos para los otros, e ir madurando así hasta llegar a la plenitud total de lo católico.

Deberíamos superar posiciones de enfrentamiento. La reconciliación se efectúa allá donde se suprimen oposiciones originales mediante una confesión de fe común. Cuando alguien reconoce también en la fe del otro, la propia fe, entonces ha sucedido una verdadera reconciliación.

Ejercicio: reconozcamos en el otro, los dones que me ofrece y de los cuales me enriquezco.
Conversión: cambio de mentalidad, camino espiritual

La unidad es don y tarea. Como tarea hemos de implicarnos todos y emplear nuestros mejores esfuerzos, sabiendo que los mayores logros van a ser fruto, no de la cantidad de actos que hagamos, sino de las actitudes internas que tengamos para realizar determinadas acciones en pro de la unidad. El camino es el de la verdadera conversión, fruto de un don del Espíritu que es Señor y dador de vida y que une a todo el pueblo de Dios en un solo cuerpo y un solo corazón.

Los Hechos nos recuerdan que, al oír la terrible acusación de: ‘Vosotros crucificasteis a Jesús de Nazaret!, los presentes: ‘se afligieron profundamente y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: hermanos ¿qué debemos hacer? Pedro les contestó: arrepentíos’ (Hch 2, 37-ss)

Un poco más adelante, en el mismo libro de Hechos, Pedro repite el mismo discurso ante el Sanedrín, pero la reacción es muy distinta: ‘enfurecidos por tales palabras, querían matarlos’ (Hch 5, 31-33).

Ante la palabra de Dios que nos reprocha el pecado se pueden tomar dos caminos diametralmente opuestos:

o el del arrepentimiento

o el del endurecimiento


Aquí es donde se sitúa el pecado contra el Espíritu Santo del que Jesús dice que no será perdonado (Mt 12, 31). Este pecado consiste en negarse a aceptar el perdón del pecado que pasa por el arrepentimiento. Nosotros podemos optar por esa doble alternativa: la del pueblo o la del sanedrín.

¿Qué significa arrepentirse? Metanoien indica un cambio de pensamiento, de mentalidad. Sin embargo no se trata de cambiar nuestro modo de pensar por otro modo de pensar distinto al de antes; no se trata de cambiar una mentalidad nuestra por otra mentalidad nuestra. Se trata de sustituir nuestro modo de pensar por el modo de pensar de Dios, nuestra mentalidad por la mentalidad de Dios, nuestro juicio por el juicio de Dios. Sí, arrepentirse significa entrar en el juicio de Dios. ‘Si de algo vale una advertencia hecha en nombre de Cristo, si de algo vale una exhortación nacida del amor, si vivimos unidos en el Espíritu, si tenéis un corazón compasivo, dadme la alegría de tener los mismos sentimientos, compartiendo un mismo amor, viviendo en armonía y sintiendo lo mismo. No hagáis nada por rivalidad o vanagloria; sed, por el contrario humildes y considerad a los demás superiores a vosotros mismos. Que no busque cada uno sus propios intereses, sino los de los demás’ (Flp 2, 1-4)

Arrepentirse significa penetrar en el mismo corazón de Dios y empezar a ver el pecado como él lo ve. Casarse con las razones de Dios. Arrepentirse es sentir una punzada en el corazón, porque para darle la razón a Dios, uno tiene que quitársela a sí mismo, tiene que morir a sí mismo. Cuando entras en el juicio de Dios, ves lo que es el pecado y te asustas.

Un componente esencial del arrepentimiento, cuando éste es sincero, es el dolor. No solamente por el castigo merecido, sino aún más por el disgusto que le ha dado a Dios, por haber traicionado ese amor suyo tan grande. Le pesa el sufrimiento que el pecado le ha costado a Jesús en la cruz. El dolor nace en presencia del dolor: ‘Me amó y se entregó con mí’ (Gal 2, 20). Las lágrimas son el signo visible de este dolor que enternece el corazón.

En la vida cristiana, muchas veces miramos a los lados. Estamos orando con la Palabra y solemos identificarnos con la 99 ovejas, pues pensamos que siempre hay alguien que es peor que nosotros; cuando contemplamos a Zaqueo, o la mujer samaritana, o al Hijo pródigo… muchas veces pensamos en los demás; quizás, ahora mismo, estés pensando: ¡qué bien le iría esto al párroco de mi parroquia, al obispo, al pastor…! Es posible que sí, pero a ti que estás aquí es a quien te viene bien y quien tiene que sacar compromiso y enseñanza de todo lo que aquí se va a vivir estos días.

El ecumenismo es diálogo, que ha de convertirse en diálogo de conversión para que sea diálogo de salvación. Después de tantos pecados que han contribuido a las divisiones históricas, es posible la unidad de los cristianos, si somos conscientes humildemente de haber pecado contra la unidad y estamos convencidos de la necesidad de nuestra conversión (UUS 34-35). En el transcurrir de la historia, el pecado ha herido nuestras relaciones y por ello, somos una Iglesia peregrina necesitada siempre de purificación, que hemos de permanecer siempre en el camino de la conversión y la renovación (LG 8; UR 4; 6-8; UUS 15-17). La Iglesia, como consecuencia de los cismas de la cristiandad, no le es posible realizar concretamente en plenitud su propia catolicidad (UR 4; Dominus Iesus 17).

El movimiento ecuménico no gira en torno al problema de la conversión de los otros, sino de la conversión de todos a Jesucristo.La conversión empieza siempre por nosotros mismos, por eso hemos de estar dispuestos a hacer examen de conciencia, a practicar la autocrítica y a hacer penitencia. En la medida que nos acercamos a Jesucristo, nos acercamos también unos a otros. Por eso, no es cuestión de una forma cualquiera de ‘unión’, sino que se trata de caminar juntos desde una comunión aún imperfecta a una comunión plena. Se trata de un crecimiento espiritual en la fe y en el amor y de un intercambio espiritual recíproco, unidos a un mutuo enriquecimiento.

La oikoumene es un proceso espiritual en el que no se trata de encontrar un camino hacia atrás, de vuelta, sino un camino hacia delante. Una unidad de esa índole es, en última instancia, un don del Espíritu Santo; no es un mero asunto académico, ni un negocio diplomático, sino un proceso espiritual. La ecumene espiritual es el corazón, el alma y el motor de la ecumene. D. Julián apuntaba que la unidad es la meta, la oración es el camino (UR 7; UUS 21).

La auténtica conversión nos ha de llevar a concretar estas buena ideas en gestos. En Castilla decimos que ‘obras son amores y no buenas razones’ ‘A Dios rogando y con el mazo dando’. ¿A qué nivel estamos o queremos comprometernos con la unidad? ¿Al nivel de las ideas o al nivel de los gestos? ¿Qué estoy dispuesto a poner en juego por el bien de la unidad? ¿Estoy convencido que la unidad de la Iglesia es un valor por el que entregar la vida?

¿Qué posibles gestos podríamos tener para que la conversión fuera verdadera?

- Cultivar relaciones de buena vecindad

- Evitar actitudes, gestos o acciones que puedan chocar con los sentimientos de cristianos miembros de otras tradiciones

- Intercambiarse informaciones sobre acontecimientos importantes, celebraciones especiales…

- Intercambiarse boletines informativos, comunicaciones de prensa…

- Constituir un Consejo Local de Iglesias: ‘posibilidad de obrar conjuntamente, de entablar diálogo, de superar divisiones y las incomprensiones de sostener la plegaria y la acción por la unidad y ofrecer, en la medida de lo posible, un testimonio y un servicio cristianos conjuntamente’ (Directorio 154)


Pedir a la Asamblea que:

Haya un gesto de reconciliación. Cada uno busque a un hermano de distinta confesión y abrácele y pídale perdón en nombre de la propia confesión por los gestos, palabra, silencios que nos han dividido o que no han facilitado la unidad entre nosotros.

Sugiera una propuesta para pasar de la idea al gesto. Algo que pueda ser asumido por cualquiera y en cualquier sitio. Sugerencias
Una vez, nosotros, los católicos, concebíamos la reunión de las Iglesias como un puro y simple retorno de los hermanos, llamados ‘cismáticos’, ‘al único redil y al único pastor’. Hoy los concebimos de manera distinta: un ponernos en camino unos y otros hacia Cristo, como un camino de conversión común. Será en torno a Cristo y a partir de él, verdadera Cabeza y único fundamento de la Iglesia, por lo que podremos encontrar también el genuino significado del ministerio de Pedro. Pero, una pregunta, con todo respeto y espíritu de diálogo, no podemos de dejar de plantearnos en este camino: ¿Podrá existir alguna vez una unidad visible de la Iglesia, sin un signo visible de unidad?. Ya Juan Pablo II en su encíclica sobre el ecumenismo ‘Utunumsint’ (1995) abordaba esta cuestión del Primado de Pedro como signo de unidad visible: ‘El primado ejercía su función de unidad. Dirigiéndome al patriarca ecuménico, su santidad Dimitrios I, he afirmado ser consciente de que ‘por razones muy diversas, y contra la voluntad de unos y otros, lo que debía ser un servicio pudo manifestarse bajo una luz bastante distinta. Pero…, por el deseo de obedecer verdaderamente a la voluntad de Cristo, me considero llamado, como obispo de Roma, a ejercer ese ministerio… Que el Espíritu Santo nos dé su luz e ilumine a todos los pastores y teólogos de nuestras iglesias para que busquemos, por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio pueda realizar un servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros’ (UUS 95 – Homilía en la basílica de san Pedro en presencia de Dimitrios I, arzobispo de Constantinopla y patriarca ecuménico. 1988)

En la familia natural no existe sólo el divorcio jurídico y de hecho; existe también, un divorcio del corazón. Eso se establece cuando marido y mujer, aun continuando viviendo bajo el mismo techo, ya no se aman más, no se respetan, se callan obstinadamente, se hacen recíprocamente mal. Y este divorcio del corazón está mucho más propagado que el jurídico. Lo mismo se debe decir de la familia, que es la Iglesia. No existe sólo el cisma externo, jurídico, colectivo. Existe también, el cisma, esto es la separación, interna e individual del corazón. Esto tiene lugar cuando una persona bautizada mira a la Iglesia con distanciamiento y a los hermanos de otras confesiones con recelo y rivalidad.

La Iglesia de Cristo, la que Él fundó y la que está en el corazón y voluntad de Dios es la Iglesia universal, enriquecida en la multiplicidad de dones y ministerios, es la católica que no conoce fronteras y no hace distinciones entre judíos y griegos, negros y blancos… es la que proclama la única y buena noticia de Cristo, la que sirve el único pan de la palabra y la que camina ilusionada a compartir la única mesa y el único pan de la Eucaristía. Por eso, renegar de la Iglesia en cualquiera que sea su identidad confesional es como renegar de la propia madre, porque Ella es la que nos ha engendrado en el bautismo y nos ha nutrido con la palabra y los sacramentos. ‘No puede tener a Dios por padre, -decía san Cipriano-, quien no tiene a la Iglesia por madre’.


Propuestas
- Sanación de la memoria

En su primer día en Chipre (5 de junio 2010), el Papa exhortó “a redescubrir la ricaherenciacompartidaporOriente y Occidente, y, mediante un diálogopaciente y sincero, encontrar los caminosparavolver a acercarnos los unos a los otros, superandolascontroversias del pasado y mirando a un futuromejor”.En esteproceso de reconciliación, el Papa reconoció la grancontribución de la Iglesia en Chipre, “puente entre Oriente y Occidente”. “El caminoque conduce al objetivo de la plenacomunión, subrayó, no seráciertamenteescaso de dificultades, pero la iglesiaCatólica y la iglesiaOrtodoxa de Chipreestáncomprometidas en avanzar en el camino de diálogo y de la cooperaciónfraterna”.


Hace 6 años con motivo del 40 aniversario de la promulgación del decreto UnitatisRedintegratio. Para llevar a cabo esa memoria se elaboró un cuestionario con el fin de redactar un informe sobre la situación actual del ecumenismo en la Iglesia católica y en el ámbito local. Con esa iniciativa, el Consejo Pontificio quería comprobar el grado de aplicación práctica tanto del decreto UnitatisRedintegratio cuarenta años después de su promulgación, como del Directorio ecuménico diez años después de su publicación. De los 163 cuestionarios enviados, el Consejo pontificio recibió 83 rellenados (una mitad ausente). Se detectaron numerosos signos de acercamiento, de conocimiento y relaciones fraternas, pero se constató el riesgo, muchas veces real, de actitudes marcadas por el miedo, la sospecha y desconfianza de algunas iglesias, por ser absorbidos por la Iglesia católica, más fuerte que ellos; y, viceversa, los católicos miran con desconfianza a ciertos grupos que usan los medios de comunicación, con campañas públicas de opinión, para criticar la doctrina católica, insistiendo en situaciones negativas o escandalosas, a fin de atacar a la Iglesia. Todavía existe lo que podríamos llamar ecumenismo de trinchera, donde persisten numerosas sospechas acerca de las intenciones mutuas y de las motivaciones evangélicas de los programas y actividades de unos y otros. Aunque se haya progresado mucho en la purificación de la memoria histórica, algunas iglesias locales afirman que el recuerdo de los acontecimientos del pasado impide aún o entorpece las relaciones ecuménicas.


- Oración e intercambio de dones.

Si, sostenidos por la oración, sabemos renovar nuestra mente y nuestro corazón, el diálogo actual entre nosotros acabará por superar los límites de un intercambio de ideas para transformarse en intercambio de dones; se convertirá en diálogo de caridad y verdad’ (J. Pablo II, san Pablo Extramuros 18-1-2000)


Conclusión
Hace unos meses hice el camino de Santiago con un grupo de internos de la prisión de Soria, recorrimos los tramos de Burgos a Sahagún y de Arca a Santiago de Compostela. El grupo era de lo más variopinto, un asesino, ladrones, consumidores y traficantes de droga, un traficante de armas, un maestro, una psicóloga, un educador y dos curas. En total 15 personas, cada una con una experiencia, con un historial, con heridas en el cuerpo y en el alma, con unos ideales, con unas motivaciones… Había algo en lo que coincidíamos: el Camino y la meta. Cada uno cargaba su mochila, más o menos pesada; cada uno se había preparado su material, zapatillas más o menos blanditas, gorra, gorro o visera… Al principio, fueron seleccionados 13 internos; en la primera etapa comenzaron 10, tres se habían caído del grupo: habían metido la pata y habían elegido otros caminos más intensos y peligrosos; en la etapa en la que íbamos a alcanzar Santiago éramos uno menos, había perdido la vida por querer vivir a tope, pensando en lo inmediato, olvidando la trascendencia.

Aún a pesar de todos los contratiempos, a pesar de las pérdidas, a pesar de limitaciones físicas, a pesar de los problemas institucionales, numerosísimos, a pesar de que muchos no creían en este camino de libertad, a pesar de todo lo imaginable… llegamos a Santiago, siendo una de las mejores experiencias que todos hemos vivido.


El Ecumenismo no es un camino sencillo, no todos quieren llegar, no siempre encontramos las puertas abiertas por parte de la institución, algunos creen que es un camino que puede agotarnos o en el que no vale la pena invertir… las dificultades son numerosísimas; son de tipo institucional, teológico, disciplinar, moral, personal, de método, de medios, de espacios… pero, el camino del ecumenismo tiene una condición que no todos cumplen, sólo puede hacerlo quien tiene un corazón intrépido, generoso, lleno de amor y abierto a la misma voluntad de Dios. El ecumenismo no es una moda, una necesidad pastoral, no es un tema más de teología o un problema más a solucionar; el ecumenismo es encuentro, acogida, familia, intercambio de dones, el ecumenismo es Iglesia sin más, es descubrir y alegrarse con los hermanos… el ecumenismo es vocación, llamada… es más que exponer doctrinalmente unas verdades, es hablar dialogalmente, esperando que el otro te enriquezca con su aportación. Ecumenismo es un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Ecumenismo es desafío para nuestras iglesias particulares, muchas veces preocupadas en otras metas más humanas. Ecumenismo es reconocer que si Dios es Uno y Trino: yo católico, tú ortodoxo, el protestante… todos nosotros y más que no vemos, ni conocemos somos la única y verdadera Iglesia peregrina de Cristo. Ecumenismo es no renunciar a encontrar gente en tu camino y estar dispuesto a compartir la palabra y el pan con ellos.